18 de agosto de 2005

VII.- La verde carcajada del maíz


Ella se burla de mi nube gris
y yo le escribo largas cartas de viajero,
que luego lee distraída junto a mí:
Perezoso cartero, pobretón y jilguero.

Ella se ríe de mí,

del niño viejo que me sigue y me toca,
de la palabra que se escapa de mi boca
y que de pronto la hace tan feliz.

Y ella se ríe, toda entera el alma

con la verde carcajada del maíz:
Me da la mano que me quita la calma.
Me da la luna que no para de reír.

Y ella de pronto seriamente se calla,

ella me abrocha la camisa y se va.
A la mañana siguiente me llama
y yo le pido que se ría una vez más de mí.

Que se ría todo el día de mí,

que no se guarde la alegría por mí,
y que se llene de gorrión y melodía,
por mí.

Que no se guarde la alegría por mí

y que se ría
con entera el alma linda

todo el día, y todavía, sin mí.

VI.- Manzana de Adán



Toda una góndola llena de flores
viene a dormir junto a mí:
cierra de improviso la boca
y abre los dos ojos a la vez.

Grita cuando llega la tormenta
y brilla como un beso en la nariz.
Y duerme como diosa muerta
pero vive dentro de ella la piel!

Late como un alma de fuego
todo manzana, todo rojo corazón
y como el lento corazón de la manzana
lleva la marca de la nieve en el mentón.

Humor y color valiente,
lo que llora dentro de ella en oro miel.
Como cándida que mira en su frente
desnuda, blanca, piel

Y brota una sirena que provoca
amor, calor, morir.

10 de agosto de 2005

V.- Inseparásito



Hay estaño en la mirada de la gente
perverso mirar como estaño,
arenoso, que cae como el tiempo
y como el tiempo sigue su sombra.

Un denso descenso de agua
sobre agua infinita y quieta.
Dicha una palabra en todas partes
y no hay nadie.

El sonoro larvario de las cosas
que barre como espesa deriva,
va dejando tras de sí su paso
de cordillera y cabellera para siempre.

8 de agosto de 2005

IV.- Azulamento



Imagino un planeta líquido.

Uno cuya superficie sea sólo un mar enorme,
espeso y frío, lácteo y brillante.

Un planeta del tamaño de Júpiter,
que flotara sin continentes,
a la deriva imperturbable,
y no a raíz de una gran catástrofe remota,
que hubiere dejado su señal
y su fluido blanco a gran escala,
sino por el azar, y así,
desde alguna vez:
inmensamente oceánico.

Dos estrellas rojas apenas iluminan el cielo,
tan lejanas y frías que se confunden,
que casi no se distinguen del resto de los soles,
y hacen del planeta un elefante cautivo,
condenado para siempre a una luz
como de sangre que lo cubre todo.

Un desierto disuelto,
un prodigioso atardecer eterno,
tan eterno como el albo mar,
que brilla sin embargo y nos ve.

Y es tan bello,
tan curioso
que resina fundida y blanca,
pero fría y mortecina como el alba,
cierne claustros por entero alrededor.

Dos estrellas lo atraen poderosamente
y caprichosamente lo dejan ir,
aunque que jamás le darán la libertad.

Y no hubo jamás un continente

oculto subterráneo bajo el agua,
porque una profunda masa de hierro compacta,
inverosímil e incógnita, inaccesible, poderosa y fértil,
habita su corazón joviano,
lento, como el tiempo en hojas,
rotando incansablemente,
silenciosamente y sin pausa.

Un mundo carente de olas y mareas,
donde sólo el mar indiferente y parco,
quieto simplemente, va girando sobre sí.

Y hubo seres que flotando y sintiendo,
en eterna vorágine carnívora,
poblaron cada tarde al planeta,
y aparecieron de pronto bajo el agua,
siguiendo una hilera de quietud y silencio,
uno tras otro,
como escualos que una mano divina
arrojase antiguamente a su destino.

Criaturas que nunca tuvieron que adaptarse
alguna vez a semejantes condiciones,
porque han sido desde siempre marinas;
porque mueren todas las tardes,
perpetuándose en género y especie;
porque huyen por la noche
y, de pronto,

algo me ha llorado el corazón.

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