Uno de los argumentos
que más me ha hecho meditar, entre las tantas y tan poderosas razones éticas,
humanitarias, jurídicas y políticas que se han elaborado para no sancionar con
la muerte la comisión de un delito es, precisamente, la insuperable dificultad
que enfrenta el que la analiza con detenimiento, para considerarla
efectivamente una 'sanción', es decir, un castigo que sea conocido por el
condenado y las víctimas en su cabal naturaleza.
No sabemos ni
podremos saber jamás, los que estamos vivos, qué hay después del umbral a
través del cual dejamos repentinamente de existir. Es perfectamente factible
que, incluso para el más miserable y abyecto de los seres, la muerte constituya
una liberación de sus horripilantes tendencias, el rompimiento definitivo de
las cadenas que lo ataban al delito, de aquel lastre maldito llamado maldad, de
esos morbosos lazos que como rémoras se adherían a su alma perversa cuando
estaba vivo.
Más aún, la muerte
puede suponer para quien es asesinado, por el motivo que sea, mediante la
acción premeditada de agentes del estado (no otra cosa es la pena de muerte),
incluso cuando se impone como castigo a la peor de las fechorías imaginables,
para quien recibe la descarga mortal, el inicio de un universo pletórico de
felicidad, la máxima plenitud del ser, el encuentro maravilloso con el rostro
inefable del ente sobrehumano de la redención cósmica. En tal caso, el delito
sería sancionado con el mayor premio imaginable por ser humano alguno, jamás,
desde el comienzo de los tiempos. Absurdo.
Por el contrario, la
muerte puede ser la pausa de un sueño que aguarda la mano del Cristo en la
esperanza de volver a nacer. ¡Qué castigo es ese!
Incluso si no existe
el más allá, o sea, si al dejar de existir en este mundo, no hay nada más que
la disolución definitiva del ser en la nada oscura y fatal, incluso en ese
caso, la pena de muerte no tiene ningún sentido de sanción ni de reprimenda,
pues no participa de aquel elemento fundamental que caracteriza a los castigos
en general, a saber: que la persona condenada sepa que ha sido castigada y que
los demás constaten la naturaleza y los alcances de dicha sanción.
En la práctica, la
pena de muerte sólo opera como una tortura despiadada e inhumana: el tiempo que
media entre la sentencia definitiva y el instante fugaz en que se ejecuta, en
el cuerpo del malhechor, allí en el patíbulo, la pena capital, es el acto puro
del mal, someter deliberadamente a una persona que no puede defenderse y que
sabe que morirá, al paso de los días encerrado y sufriendo el indecible
tormento de saberse muerto en vida. La pena de muerte es en realidad la más
inhumana e insensible demostración de lo cruel y sádico que puede llegar a ser
el poder del estado.
¿Y para qué? El que
condena no lo sabe. La víctima tampoco si ha sobrevivido al delito. Ni siquiera
el condenado lo sabe. Responder al mal del delito con otro mal incluso peor,
porque es premeditado, alevoso y ejecutado con deliberado ensañamiento, para
conseguir un resultado cuya real naturaleza se ignora y que puede ser una burla
para la Justicia, es un repulsivo contrasentido.
La pena de muerte no sirve para nada.