26 de septiembre de 2012

DCCXIX.- Graneros



Sabía que venía en el tren de las doce y media. 

Cinco minutos antes, tomé la bicicleta y me fui a la estación. Allí podría verla al menos, sentir que el mundo y el ciclón que lo cruza con gente, el ramal completo de la existencia es mejor, y con ella más hermoso. 

A medio camino, salté una solera y el bombín cayó en medio de la bocacalle de Antonio Varas con Santa Elena. Me detuve y, al recogerlo, dije: ¡Mierda! Comprobé que estaba embadurnado con bosta de caballo. Pero no había tiempo que perder. Pedales en marcha, atravesé la plaza, crucé la línea que va hasta Chillán y me limpié las manos con pasto verde y su raíz. Venía el tren. Tomé la bicicleta y me instalé frente al andén poniente. Olí mis manos y sentí al campesino de Los Lirios, que recoge los rastrojos del maíz y los mezcla con estiércol cada mañana. 

¿Donde estaba? Las ventanas del tren, ciegas a la cubierta polarizada que protege del sol a los pasajeros,  no me dejó ver sino siluetas confundidas en las sombras. ¿Se va a bajar?

Pero el mundo está en sus manos. La reunión era a la una, y no podía llegar tarde. El tren comenzó a moverse. No se veía nada. Pero acaso me vio. Cuando por fin pude ver de nuevo el andén, no había nadie.

Cinco minutos después, tomé la bicicleta y me fui a la casa. Allí podría escribir, sentir que el cielo y el viento que lo arropa de nubes, el carruaje completo de la vida es mejor, y con ella más hermoso. 

A medio camino, salté la misma solera y la cadena se soltó justo en la bocacalle de Antonio Varas con Santa Elena. Me detuve. Volví a engarzar los eslabones, diente por diente, hasta que el pedal comenzó a mover la rueda. Al ponerme de pie, dije: ¡Mierda! Comprobé que estaba embadurnado con aceite de teflón y grasa de litio. Pero no había tiempo que perder. Pedales en marcha, atravesé la calle y entré a la casa. Olí mis manos y sentí al campesino de la Maestranza, ese que mezcla tres partes de aceite y dos de grasa con petróleo, y que luego vacía, rueda por rueda, cada noche. 

Fui al baño. Me lavé las manos con glicerina y aceite emulsionado. El tren había llegado a Rancagua. No la vi bajar mezclada entre la gente, pero olí mis manos y me vi en la pantalla. Un burgués común y corriente, que lleva el perfume del plástico.

Pero sabía que vendría de vuelta en el tren de las cinco y media. 

Diez minutos antes, tomé la bicicleta y me fui a la estación. Allí podría verla al menos, sentir que la tierra y el trabajo de los hombres, que la Historia y el Siglo nos pertenecen, y acaso serían nuestros durante los treinta segundos que la puerta se abriese, junto al andén. 

A medio camino, salté la misma solera de Antonio Varas y el bombín no cayó. Pedales en marcha, atravesé la plaza, crucé la línea que va hasta Chillán y sentí mi boca llena de pétalos. Venía el tren. Tomé la bicicleta y me instalé en el andén oriente. Le pregunté al guardavía si podía entrar al vagón con la bicicleta. No me respondió. Olí mis manos y descubrí que era el momento exacto, que toda mi vida había estado esperando que llegase.

Se abrió la puerta del último carro y la vi apoyada en un asiento. Dejé la bicicleta en el pavimento y subí. Un beso de treinta segundos me retuvo la vida entera. 

El mundo también está en mis manos.

DCCXVIII.- Tí



Nunca imaginé un color así:
abrir el corazón urgentemente,
tañir de dos campanas delirando,
amigos en intenso frenesí,
libertos caminando entre la gente
ingenuos que se miran temblando:
alguna vez acaso lo soñé.

Cansado de seguir mi sombra,
enciendo un nuevo canto amigo,
sinónimo de la belleza común,
persigo la virtud en una alondra,
el éxtasis anímico que al fin consigo:
deliro eternamente porque sigas tú.



DCCXVII.- Cuculíntegro




Oigo los latidos desnudos 
de tu digno corazón de nubes blancas,
cada tarde cuando vuelvo del trabajo 
y te abrazo.

Quiero estar allí, 
decidido y silencioso
llevando la taza, la cuchara y el té,
porque descanse tu boca, 
porque te sientas bien.

Y elevo un canto amigo 
hacia las intensas latitudes 
de tu ser de flauta dulce;
de tu violín anaranjado de susurros;
de tu voz y tu calor de cataratas
y hasta el silencio que oculta de mí 
y de mi vértigo impaciente aquello 
que el tiempo me dará como un regalo, 
lentamente.

Por respirar así la piel de tu cansancio,
por desplegar todo mi sexo fervoroso 
y persistente dentro de ti, 
allí donde la furia inextricable y tierna
de los seres pequeños que te habitan
detrás de cada palabra,
antes de que cierres tu boca
y un instante después de que la abras.

Allí.

11 de septiembre de 2012

DCCXVI.- Delirarte Transpirando



Un olor que hay en tu cuerpo me derriba,
cual perfume fabricado por el manto de la Historia:
y despiertas en mis ojos las papilas gustativas
que conspiran por la noche para oírte mejor.

Pequeña, yo suspiro cuando inspiro tu valor, 
y me gusta transpirarte delirando.
Respirar bajo tus hombros profundamente
porque tienes los olores escarlatas de mi Fe.

Traigo yo aquí dentro la verde botella
de cantos y flores que voy a utilizar,
con el vértigo herido o la paz delicadeza,
por guardar todas las fresas de tu ser en mi interior.

Desnudo te he visto impregnándote en mi piel
de niña y fragancia y genuina abundancia
de puertos y huertos y nueces y arena,
de rieles y penas y sábanas café.

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