Sabía que venía en el tren de las doce y media.
Cinco minutos antes, tomé la bicicleta y me fui a la
estación. Allí podría verla al menos, sentir que el mundo y el ciclón que lo
cruza con gente, el ramal completo de la existencia es mejor, y con
ella más hermoso.
A medio camino, salté una solera y el bombín cayó en medio
de la bocacalle de Antonio Varas con Santa Elena. Me detuve y, al recogerlo,
dije: ¡Mierda! Comprobé que estaba embadurnado con bosta de caballo. Pero
no había tiempo que perder. Pedales en marcha, atravesé la plaza, crucé la
línea que va hasta Chillán y me limpié las manos con pasto verde y su raíz.
Venía el tren. Tomé la bicicleta y me instalé frente al andén poniente. Olí mis
manos y sentí al campesino de Los Lirios, que recoge los rastrojos del maíz y
los mezcla con estiércol cada mañana.
¿Donde estaba? Las ventanas del tren, ciegas a la cubierta
polarizada que protege del sol a los pasajeros, no me dejó ver sino
siluetas confundidas en las sombras. ¿Se va a bajar?
Pero el mundo está en sus manos. La reunión era a la una, y
no podía llegar tarde. El tren comenzó a moverse. No se veía nada. Pero
acaso me vio. Cuando por fin pude ver de nuevo el andén, no había nadie.
Cinco minutos después, tomé la bicicleta y me fui a la casa.
Allí podría escribir, sentir que el cielo y el viento que lo arropa de nubes,
el carruaje completo de la vida es mejor, y con ella más
hermoso.
A medio camino, salté la misma solera y la cadena se soltó
justo en la bocacalle de Antonio Varas con Santa Elena. Me detuve. Volví a
engarzar los eslabones, diente por diente, hasta que el pedal comenzó a mover
la rueda. Al ponerme de pie, dije: ¡Mierda! Comprobé que estaba
embadurnado con aceite de teflón y grasa de litio. Pero no había tiempo que
perder. Pedales en marcha, atravesé la calle y entré a la casa. Olí mis manos y
sentí al campesino de la
Maestranza , ese que mezcla tres partes de aceite y dos de
grasa con petróleo, y que luego vacía, rueda por rueda, cada noche.
Fui al baño. Me lavé las manos con glicerina y aceite
emulsionado. El tren había llegado a Rancagua. No la vi bajar mezclada
entre la gente, pero olí mis manos y me vi en la pantalla. Un burgués común y
corriente, que lleva el perfume del plástico.
Pero sabía que vendría de vuelta en el tren de las cinco y
media.
Diez minutos antes, tomé la bicicleta y me fui a la
estación. Allí podría verla al menos, sentir que la tierra y el trabajo de los
hombres, que la Historia
y el Siglo nos pertenecen, y acaso serían nuestros durante los treinta segundos
que la puerta se abriese, junto al andén.
A medio camino, salté la misma solera de Antonio Varas y el
bombín no cayó. Pedales en marcha, atravesé la plaza, crucé la línea que va
hasta Chillán y sentí mi boca llena de pétalos. Venía el tren. Tomé la
bicicleta y me instalé en el andén oriente. Le pregunté al guardavía si podía
entrar al vagón con la bicicleta. No me respondió. Olí mis manos y descubrí que
era el momento exacto, que toda mi vida había estado esperando que llegase.
Se abrió la puerta del último carro y la vi apoyada en un
asiento. Dejé la bicicleta en el pavimento y subí. Un beso de treinta segundos
me retuvo la vida entera.
El mundo también está en mis manos.