Hace algunos años me enamoré perdidamente de una mexicana bellísima. Ha sido acaso mi único amor a distancia. Creo que hasta fue recíproco. Un sueño hermoso que viví como una bendición, y lo fue.
Todo comenzó en Valparaíso.
La conocí como habitual comentarista de este Blog. Decía admirar lo que escribía y, en ese entonces, escribía mucho. De pronto comenzamos a platicar, como decía ella, desde mi pantalla hacia México y desde la suya hacia acá: vi como íbamos, así lentamente, uniendo nuestros corazones. Creo que en algún momento imaginé que iba a Michoacán a conocerla y a consumar eso que en un comienzo fue nada más que un delirio. Siempre lo fue. Decidí partir.
Me fui a vivir a Arica, la ciudad chilena más cercana a México. Viví allí la soledad más absoluta, salvo por su presencia diaria en mi vida. Nos contábamos cada eposidio, todo lo que a cada uno le ocurría, nos enviábamos encomiendas con cartas y obsequios hermosos, muchos de los cuales aún conservo, y nos llamábamos por teléfono, para sostener por breves instantes un suspiro infinito.
Ocupó un espacio inmenso en mi poesía, en mi vida y en mis sueños. Y fue un sueño de verdad, como debe ser la verdad de los sueños.
La llamé Sinforosita, Mariposa, Kalú, Valanita y compuse una cantidad enorme de canciones por ella, para ella y con ella.
Apenas llevaba un par de meses en Arica y me dijo un día que era Testigo de Jehová. La fe había ocupado desde el comienzo un sitio predilecto en nuestro diálogo. Acaso lo volvía más dulce, de modo que el tema de Jesús era recurrente.
Perdido en su delicia, comencé a visitar el Salón del Reino más cercano a mi casa en la ciudad; estudié la traducción de la Biblia que los testigos ocupan, me hice de una voluminosa biblioteca de libros impresos por la Watch Tower y pasamos a ser hermanos. Nuestro vínculo sufrió un cambio ostensible desde ese día y me hizo saber que, en tanto lo tenía prohibido, debía ser nuestro secreto.
Tan enamorado estaba, que acepté todo lo que implicaba amar a una hermanita y creía realmente en su doctrina. Mi capacidad crítica se embotó y el carisma de su fe me subyugó por completo.
Considerar que Jesús era el hijo, pero no Dios, que no había muerto en una Cruz sino clavado en un madero recto, con un solo clavo que atravesó sus dos manos superpuestas, que la predicación era una obligación indefectible para todo miembro y que debía separarme del mundo, ante su inminente fin, llegaron a ser creencias, reglas y actitudes que estuve dispuesto a aceptar seriamente.
Y como un esclavo, rechacé amantes, me encerré en mí mismo y en su existencia, le hable a mis padres y a algunos amigos de lo que me ocurría, e incluso asistí a una suerte de asamblea general, en el estadio Tierra de Campeones. Mi papá me llevaba, a veces, a esas misteriosas reuniones en los Salones y entendió plenamente lo que ella significó para mí. Fue un acontecimiento inexplicable en mi vida, que él conoció en la intimidad y que nunca cuestionó.
Como sea, aprendí muchísimo del cristianismo gracias a ella y comprendí lo importante que es la Biblia para todo cristiano. La amé con todo mi corazón.
Finalmente, una mañana de enero, me confesó que tenía un novio desde hacía algún tiempo. Luego, que estaba embarazada y, al cabo, que debía casarse con él e interrumpir todo contacto conmigo.
Si bien tales contactos no desaparecieron del todo, fueron cada vez más esporádicos y la desilusión me alejó inevitablemente de todo lo que ella llegó a implicar para mi cotidiana existencia.
Aún así, la seguí como un ciego durante varios años.
Amé intensamente, aunque no sé si a ella o a esa mujer que llegué a conocer a la distancia, un ser ficticio, la platónica sombra que puede atisbarse por un tonto encadenado, desde su caverna. Pero tal como un día me invadió, de pronto desapareció y terminé cantándole: "Ese loco, bello amor cambió de signo. Su Cantar de los Cantares una noche calló, y me quedé con la Primera de Corintios".
Descubrí al tiempo que había estado durante varios años perdidamente enamorado de una mujer acaso desconocida, a la que nunca había visto en mi vida -solo en fotos de internet- y a quien nunca veré probablemente; una persona encantadora y bellísima, que era Testigo de Jehová, que estaba casada y que tenía prohibido hablarme siquiera.
Finalmente caí en la cuenta de que había sido bloqueado en todos los sitios y lugares por donde hubiese podido saber de su vida. Entonces, le envié varios mensajes a su casilla secreta, porque temí algo espantoso. México es un país atribulado por la violencia y la muerte, y sabía que su marido había sido hostigado y amenazado por unos comerciantes mafiosos.
Su silencio me aterraba.
Hace pocos días me escribió, para decirme que cualquier contacto significaba para ella la muerte de su matrimonio. Fue como despertar de un puñetazo, el golpe final para mi total admiración hacia su persona y para el encanto apacible y mágico de todos los recuerdos que había guardado acerca de aquel extraño y tierno amor en mi corazón. Creía caminar hacia la Verdad, hasta que supe la verdad.
Nunca más volví a entrar a un Salón del Reino, me deshice con despecho de todos los libros que había atesorado durante tanto tiempo, mas siento todavía una benévola admiración o acaso una tibia compasión por los testigos: rara simpatía, que tiene su origen en el paulino recuerdo que aún vive en mis ojos, luego de tamaña aventura, naturalmente.
Fue un sueño hermoso, un falso sueño hermoso, como son todos los sueños. Aunque éste sí lo fue, real y hermoso, tan falso como los sueños, tan real como el amor, y tan hermoso.