Me pican las orejas desde que despierto.
No sirve de nada rascarse, porque no se quita, sino que vuelve una
y otra vez, más intensa la picazón. El basurero del baño está lleno de
cotonitos usados para rascarme. Mientras el algodón está dentro del oído, se
siente una pausa refrescante, como un orgasmo auditivo, que me hace cerrar un
poco los ojos y mirar todo desde una pequeña rendija de parpados extasiados, un
breve instante. Pero ahora todo eso terminó para siempre, porque vuelve a
picarme cruel la oreja desesperadamente y sin pausa, hasta que ya no queda más
remedio.
Desde hace días, ya nada tiene sentido. Miro la calle desde la
azotea y logro divisar gente caminando hacia sus casas. Nadie se rasca. Nadie
lleva bolsas. Nadie va la farmacia. Todos parecen tranquilos.
Cae la noche y aun me pica. Desde las dos de la tarde hasta el
anochecer es la izquierda la que pica más. En la oscuridad, el picor de la
derecha se vuelve insoportable, hasta que logro conciliar el sueño, exhausto,
adolorido y nervioso, cerca de las cuatro de la mañana. Al despertar, antes
incluso de poder evocar la desesperación de la noche anterior, desde que
comprendo que ya no estoy durmiendo, comienza de nuevo la comezón inaudita,
como si treinta hormigas infatigables hubiesen instalado un tabernáculo ruidoso
al interior de mi cabeza e iniciaran sin misericordia la penosa faena que consiste
en descomponer mi felicidad merced a aquel hurgueteo incesante que me oprime la
voluntad, y vuelvo nuevamente a transitar por la existencia cada día, cada
noche, y otra vez me pican las orejas sin poder eliminar la pesadilla
desoladora que perdura tenaz detrás de mis ojos. Por eso he decidido ponerle
término a esto, acabar con todo y echarme a la muerte y al silencio. Ya no más
cotonitos, ya no más hormigas abnegadas, ya no mas zumbidos de insomnio. Todo
habrá terminado.
A veces sueño que voy descalzo por la orilla de una playa lejana, y
no me pica nada. Es como un paraíso donde no existe el dolor, ni ese tacto
barroso que me llena la conciencia de no saber qué hacer ni hacia dónde huir,
porque mis orejas, mis oídos y el ruido completo del mundo me acompañan eternamente,
siempre, todo el día y la noche, sin desaparecer. Y con los sonidos viene el
traqueteo interminable de las hormigas en mi interior picando, rasgando,
doliendo sin compasión.
Hasta hace una semana, iba todos los días a la farmacia y llegaba a
la casa con cinco bolsas llenas de cajas, cada una con 100 cotonitos que guardaba
en un viejo tarro de galletas, desde donde iba sacando dos a la vez cada tres
minutos, mojaba sus algodones con agua fría y los introducía en la oreja
correspondiente, la izquierda al atardecer, la derecha en la madrugada y ambas
al despertar.
Pero no. Ya no puedo más. Acabo de arrojar al vacío el tarro y los
cotonitos que compre ayer en la farmacia de la esquina. No soporto esta
pesadilla.
Le escribí a mi madre recién. Espero que alcance a leer el mensaje
antes que comience esa gente a preguntar por mi cadáver tendido en plena calle,
aquí en el centro de la ciudad. De todos modos, ya no me importa nada. Los
cotonitos no sirven. Ya no hay orgasmos de algodón. Ya no puedo oír nada ni
siento la música. Solo el retumbar perseverante del más horroroso prurito que
haya sentido nadie jamás. Lo sé porque investigué sobre este caso en la
biblioteca municipal. Se cuenta la historia de un profesor que vivía en
Budapest y, desesperado, dolido y cansado, en un rapto de enervación semejante
a la neurosis, se había arrojado a la vía férrea de su ciudad natal, sita en
las orillas del Rezovo, a comienzos del siglo pasado, luego de haber estado
tres años buscando una cura para esta extraña dolencia, que el doctor Friedrich
Vulgo llamó: “Mal de Berbatov”.
Yo llevo una década.
Pero se acabó. Ya no más. Adiós, cotonitos
de la basura. Adiós al algodón de mis orgasmos. Adiós al tarro de galletas.
Adiós a las hormigas de la locura. Adiós.