Es aquí,
donde todo
comienza a terminar,
junto a mi:
el espectáculo
risible del mundo
y en lo profundo
estás tú.
Telar fecundo
dónde se mece
un latido del tiempo,
que viene a ser
al paso de la noche,
su avance impreso
en la rueda
de un coche,
cual rotundo
transcurrir
apacible.
Piélago azul,
arcoiris de fieltro,
pestaña
que hipnotiza
al divagar
tan de prisa,
y al caminar
contra el sentido
de la brisa.
Somos invisibles
ni queremos ver
el mundo alrededor,
ni a la gente que anda cerca,
porque caen hojas secas,
porque canta un ruiseñor,
porque a veces nos besamos,
nos miramos siempre,
porque todo se hace aire
cuando estamos juntos,
porque nada es en vano,
y en la noche somos blanco punto
y a los otros de la mano
le hacemos un desaire.
Hay siempre algo de magia
en la mente diferente,
mas el contorno impaciente
de nuestro deber nos ciega
nos calla a veces,
y nos ata de manos,
nos enceguece.
En seguida miramos
distraídos al abismo
subyugante del ajeno
pensamiento y el color,
maravilla que perfuma
sus ojos, y al dilema
misterioso de quedarse allí.
Y vivir una alegría constante,
un eterno temporal sin memoria
y la gloria de resucitar.
Somos el mar,
que alarga su brazo hasta tocar
la arena tibia y se va,
pensando en volver y recuperar,
en tragarse al mundo
y alejarse solo,
alimentando a los peces
por un segundo.
Todo se parece un poco:
curiosamente
hay algo en todo igual,
en lo existente.
Vivir candorosamente y sentir
de pronto el alivio
de toda vida que volvió
del dilubio.
Evidentemente es difícil
decir quién se lo merece,
si la alegría, si los jueces,
si la agonía o si creces.
Hay que salir a flote
sobre el hombro más seguro
no sólo existe el azote
y el cogote, también el futuro.
El Nono me habita.
Ocupa mi lugar
y en mi alma palpita:
lo siento al caminar.
Es como el mar,
que anaranjado vomita
lo que necesita
recuperar.
El Nono deposita
eso que tanto extraño,
tranferencia bendita
todos los años.
Sentirlo en mi piel
todos los días
cura la melancolía,
y hablo con él.
