11 de junio de 2013

DCCXXXIII.- Campanaranjaula


Yo tengo ahora mismo
embarazado el corazón:
cual íntimo perrito
que se funde al lado mío,
y es fiero gran amigo
que al volcar su desvarío
se vuelve un toro loco
parecido un poco a mí.

Encumbra en precipicios
mis dos águilas cometas,
que al mágico iluminan
porque son su voluntad:
se viste de colmenas
cuando canta como un niño,
que me toma de las manos
y me saca a pasear.

DCCXXXII.- Siniestropelía


Hay bomberos en la oscuridad que no están haciendo nada. Esperan que el fuego crezca y comience a tragar el viejo edificio de la calle Dieciocho con la Alameda, ante la sorda mirada de la policía que detiene innecesariamente el tránsito de la “principal arteria capitalina”, sin razón, porque aun no hay mangueras en el pavimento, ni voluntarios combatiendo.

Sólo dos carros rojos con las luces amarillas intermitentes, una escalera telescópica que eleva a un solitario brigadista que se divierte observando cómo el fuego comienza a besar tímidamente la cúpula del palacio construido hace más de 100 años, y todos los grifos dormidos.

El fuego es perfectamente controlable. Aun no hay un siniestro declarado. Puede evitarse la destrucción de esa maravilla arquitectónica que es monumento nacional y que comienza a arder desde la azotea, en una de sus alas, levemente.

Puede evitarse aún el colapso del tránsito y las pesadillas en el metro y el trabajo de otras compañías. Puede evitarse la pérdida de valiosa prueba para esclarecer el inicio del fuego. Pero no. Nadie hace nada.

Comienza a formarse un taco, y yo me voy a comprar el pasaje en el terminal Ahumada. Son las 06:45. Apenas hay fuego visible. El bus parte a las 07:30 y me siento en el andén para comprobar intrigado que el edificio ya está ardiendo y que, de pronto, llega un primer carro, con la sirena gritando, y ocupa la bocacalle norte de la Alameda, hacia donde descienden cuatro voluntarios que destapan el primer grifo de la mañana, una hora después.

El show debe continuar.

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