Hay bomberos en la oscuridad que no están haciendo nada. Esperan
que el fuego crezca y comience a tragar el viejo edificio de la calle Dieciocho
con la Alameda,
ante la sorda mirada de la policía que detiene innecesariamente el tránsito de
la “principal arteria capitalina”, sin razón, porque aun no hay mangueras en el
pavimento, ni voluntarios combatiendo.
Sólo dos carros rojos con las luces amarillas intermitentes,
una escalera telescópica que eleva a un solitario brigadista que se divierte
observando cómo el fuego comienza a besar tímidamente la cúpula del palacio
construido hace más de 100 años, y todos los grifos dormidos.
El fuego es perfectamente controlable. Aun no hay un
siniestro declarado. Puede evitarse la destrucción de esa maravilla
arquitectónica que es monumento nacional y que comienza a arder desde la
azotea, en una de sus alas, levemente.
Puede evitarse aún el colapso del tránsito y las pesadillas
en el metro y el trabajo de otras compañías. Puede evitarse la pérdida de
valiosa prueba para esclarecer el inicio del fuego. Pero no. Nadie hace nada.
Comienza a formarse un taco, y yo me voy a comprar el pasaje
en el terminal Ahumada. Son las 06:45. Apenas hay fuego visible. El bus parte a
las 07:30 y me siento en el andén para comprobar intrigado que el edificio ya
está ardiendo y que, de pronto, llega un primer carro, con la sirena gritando,
y ocupa la bocacalle norte de la
Alameda, hacia donde descienden cuatro voluntarios que
destapan el primer grifo de la mañana, una hora después.
El
show debe continuar.