Yo quiero encontrar al Abate Faría,
royendo los muros de mi calabozo,
velando de noche y limando de día
el duelo perenne entre cada sollozo.
Ver aparecer tras el húmedo hueco
que se abre en el fondo de mi galería,
su cana cabeza y su cuello reseco
que matan mi muerte con luces de día.
Oír de su boca un relato que acabe
con este cautiverio de melancolía,
y un dulce tesoro que fijo se grabe
en mi mente cansada, que tanto dolía.
Si entonces se duerme por fin en la agonía,
hundiré mi existencia en su santo sudario
y pondré su cadáver en la loza más fría
de aquella mazmorra que fue mi calvario.
Arrojan mi cuerpo los dos carceleros,
creyendo que estaba en mi celda todavía,
y ceñido al abismo, sintiendo que muero,
en el mar que me arropa: grité mi alegría.
No hay otra riqueza que la valentía
de ansiar sin descanso ser libre y feliz,
ni existe en el mundo más tiranía
que no ver a nadie delante de mí.