Papito.
Cuando partí de Iquique, esa mañana del 8 de enero, me miraste a los ojos y sentí fuerte, tajante tu fuerza y tu vida, tu alegría, tu pena, tu fuego y la aventura humana completa que brillaba desde el fondo de tu alma.
Estoy en mi casa hoy, 8 de febrero, oyendo la última entrevista de Jorge Guerra, que quiero que oigas completa, para que puedas entender todo lo que quiero decir.
Nunca he dicho que te amo. Acaso sea la primera vez que lo digo. Tampoco tú nunca me lo dijiste, pero debe ser por la misma razón.
Te amo.
Me pongo a llorar como un niño, en la pieza del computador, que es mi pieza desde hace un par de años y me acuerdo de tantas y tantas cosas.
De esa tarde en que te esperé cerca de Pedro Prado, en 1980, a la salida del colegio, para que me fueras a buscar y -no recuerdo por qué- no pudiste llegar a la hora y me fui caminando solo, pensando que me había equivocado de lugar.
Pero llegaste. Y me recogiste entre Los Molles y Castro Ramos, y yo me puse a llorar, tan chiquito, tan tonto. Y tú me consolabas, y me llevaste al Chino, y me compraste un chumbeque, para que se me pasara la pena.
Y se me pasó.
De esa mañana de sábado, cuando fui a jugar ajedrez a Cavancha y el campeón regional tomó su fino rey y lo echó desesperado sobre el tablero, hastiado y se fue, cuando ya no quedaban más niños, ni nadie que me llevara.
Y me fui caminado por la Avenida Balmaceda, pensando de nuevo que me había equivocado.
Y llegué a la casa, llorando. Pero me abrazaste y me consolaste, y conseguiste que el colegio me premiara, por haberle ganado al campeón regional, para que se me pasara la pena.
Y se me pasó.
De esa tarde en 1985, cuando el director de la Academia me sacó del concurso de la canción francesa, porque era muy niño.
Y no sé cómo lo supiste, pero conseguiste que -igual- cantase como invitado en el mismo festival esa hermosa canción de la Edith Piaf, orquestada por el Perro Campos- Y canté como un astro, glorioso y sencillo- Y me fui entre los aplausos, brillante y furtivo, y nunca lo olvidé, porque tú lo conseguiste, me abrazaste y me consolaste, para que se me pasara la pena.
Y se me pasó.
Yo no sé, yo conozco poco, pero estoy seguro que los padres deben hacer eso por sus hijos.
No para que crezcan felices, ni para que logren sus objetivos, ni tampoco para que sean dichosos ni buenos padres de familia, sino para que sean humanos, plenamente humanos, y agradezcan a sus padres cuando lleguen a cierta edad, y vuelvan con los años a mirar hacia atrás.
Gracias.