Hay una flor ingenua en la mirada genuina,
que tiene reservado su habitáculo en el orbe,
de pompa rosa fábula y castilla predilecta,
e ingentes abanicos entonando cascadas
de noche, que estrellada nos espera al morir.
Yo tuve niño un día cantimploras amantes
y alicios peregrinos festejaban la luna,
creía en las pupilas amistosas de todos,
y así mi corazón os admiraba creyente.
Un día todo eso que era beso acabó.
De pronto vino terco el puerco anhídrido tramposo,
batracio tan despacio y mentirosamente ruin,
que dice ser glorioso y repentino brillando,
mas es un ogro fétido que horada llorando
aquello que era niña y mar retina canción.
Cien años eran siete en su morada compañía,
que pide y se despide en una espalda de piedra,
la vida resistida adolorida y culebra,
que pica el oro enhebra en su testiculo felón,
y al cabo te abandona y no perdona agonía.
Lo digo porque el viento que madruga ya es tarde,
te atrapa mal cobarde y no te deja sentir
que cuando te despierta ya estan muertas las alas,
lamiendose las manos de felino despiadado,
que quiere ser amado sin amar ni cuculí.