Yo tuve cuando niño un perro homosexual. Aunque no sé cómo se llaman los perros que se sienten atraídos por los machos de su especie. Era un kiltro castaño y enano, lleno de furia y muy vividor. El aguatero lo drogó con una albóndiga envenenada a comienzos del 85. Era un perro excelente. Cuando llegó a la casa, yo tenía 11 años y juraba ser el Hombre Increíble. Andaba por las calles escondiéndome del Señor Mac Gee, ocultando mi nombre y buscando la fórmula para controlar al horrible mounstro que llevaba dentro. Yo era el regalón de Eduardo, mi tío, sobre quien quiero contar una breve historia..
Eduardo es el hermano mayor de mi madre y el único varón. A fines de diciembre del 75, se había casado con una hermosa Iquiqueña diez años menor que él, llamada Sonia Ana María. La vida siempre le dio la espalda a mi desafortunado tío. Podría decirse que, aun antes de nacer, hubo fuertes impulsos negativos incitados contra él por su destino. No todo le salía mal, pero nunca a nadie le importó aquello que le resultaba, salvo a su amigo del alma, Jorge Ortiz.
Tenía Eduardo, por ejemplo, un hermoso cuaderno en el que había anotado el resultado de todos los partidos de fútbol profesional jugados durante los últimos 250 fines de semana. Había, además, grabado, registrado, compilado y guardado en rigurosa colección numerada más de tres mil temas de música popular contemporánea, que sólo él oía. Si perdía un juego, reventaba en furiosos trances desesperados y arrojaba el dominó por los suelos, se encerraba en su pieza y nunca más volvía. Para nosotros era lo más normal del mundo.
Hasta que se separó, me quedé en su casa para ver Hulk, todos los martes por la noche, haciéndome el dormido, en plena madrugada, y sentía cómo Eduardo despertaba, a veces, para orinar dentro de una botella de Fanta. La Sonia nos daba la espalda, indiferente. Era cariñosa conmigo, y no le importaba mucho mi presencia en la cama. Pude haberme quedado la semana completa si hubiese querido, pero siempre encontraba algo más divertido o quizá simplemente me aburría de todo. Era lo normal.
Para sus cumpleaños, Eduardo le compraba a su mujer discos nuevos de vinilo que a ella no le interesaban en lo absoluto. Los colocaba luego, inopinadamente, en su discoteca, entre otros supuestos regalos musicales para la Sonia Ana María: Barry White el 78, Earth, Wind and Fire el 79, Village People el 80, Ten Year After el 81. Puras reliquias. Puros clásicos. Para nosotros era lo más normal del mundo.
Eduardo debe haber asistido, sin excepción, a todos los compromisos que, en Cavancha, cumplieron los Dragones Celestes durante la primera mitad de los 80. Siempre refunfuñando como irascible espectador e insultante crítico del desempeño referil, se instalaba en la galería Sur de aquel hermoso hipódromo construido en la época de oro, frente al mar, y convertido después en estadio de fútbol. A varios de esos encuentros lo acompañamos nosotros.
Cierta noche, en su auto nuevo, volviendo acaso de un empate sin goles con Trasandino o de alguna estrepitosa derrota propinada por Everton de Viña del Mar, exactamente en la intersección de Genaro Gallo con Pedro Prado, en Playa Brava, pasadas las once, un motociclista pasó con roja y lo impactó de lleno en la puerta del copiloto, elevose luego sobre la carrocería y concluyó su periplo muriendo más allá de la bocacalle.
Ni él, ni el Wolswagen rojo, ni su suerte superaron jamás tamaña colisión.
Para colmo, en septiembre del 83, un incendio destruyó el hogar común y la Sonia tuvo que volver a su casa familiar en la calle Thompson. Nunca supe exactamente qué provocó el siniestro, pero sí aquello que el siniestro provocó. Todo se consumió entre las llamas: los discos de vinilo y el matrimonio infeliz.
Fue entonces, cuando ya vivíamos en El Morro, que la Sonia y el Pancho, varios días a la semana, pasada la hora de las noticias, iban a esconderse a mi casa por las noches. A las 9 en punto, mi papá aparecía desde lejos, por Wilson, llevando un Advance en la mano, el Control de 35 y la Coca-Cola de litro en una bolsa. Pasadas las 10, llegaban ellos, nerviosos, apasionados, y a las 11, el sonido inconfundible del Wolswagen rojo daba comienzo a la separación transitoria de los enamorados: farsa infortunada que duraba dos siglos para ella y dos segundos para mí. Todo se iniciaba y terminaba cuando se abría la puerta. Apenas Eduardo llegaba, el Pancho se metía en nuestra pieza nocturna.
Yo sabía que íbamos a conversar sobre galaxias que parecen estrellas y planetas que parecen soles. Nunca dejé de hacerme el dormido, cuando todos dormían, y mirábamos por la ventana, a media noche, el inefable cielo nocturno de Tarapacá. "Cuando la luz de ese sol en viaje partió hacia nosotros -susurraba-, la tierra aun no existía", y me dejaba pensando.
¡Qué maldito tiempo es aquel que tiene dos lugares! ¡Y qué breve escondite insensato despertó todo aquello que vive en mi mente hoy! Oscuro desplegó sus estrellas a través del ventanal, un vértigo de sombras y la desmesurada alfombra de campanas por donde surcaba felino mi pensamiento infantil, creyendo Eduardo que ella aun lo amaba, que estaba sola y que dormíamos todos en mi pieza. Fue por esa época que mi perro salió del closet y se enamoró del Chascón.
Eduardo permanecía en mi casa un par de horas, alrededor de la mesa, con mis padres y su mujer, que simulaba y reía.. Cuando el Wolswagen desaparecía tras los edificios, la velada cósmica terminaba para mí y comenzaba de verdad para mis padres su cómica labor de alcahuetes.
No sé qué misterioso designio llevó a mis padres a ocultarle como adolescentes aquella misteriosa pasión encandilada y llena de arena, que tanto daño le hizo al final. Yo pensaba que ese amor debía ser de verdad; veía que el humo del cigarro se acercaba y seguía la línea de sus labios, en medio de la noche, y que el hielo del licor, donde quiera que estuviesen, se disipaba y se derretía, cuando él se emborrachaba en soledad.
Ahora quiero encandilarme de nuevo y ser el niño extraviado bajo el dulce rostro quieto y difunto de las estrellas pálidas: esperar el momento en que llegaba Eduardo en su auto rojo y pensar en el Cosmos, durante aquellos días terribles en que su mujer se enamoró del Pancho.
Vivieron juntos dos veranos quizá, los más hermosos de mi niñez, mientras los perros retozaban en el balcón. El año 84 pudo haber sido el más feliz de todos los tiempos, pero una mañana todo terminó.
Era obvio que el Chascón hacía el papel del macho en la pareja y que celaba a mi perro todas las tardes. Entraba a nuestro departamento del cuarto piso y se metía en el balcón del comedor, cruzaba una delgada bloqueta de cemento que lo unía con el otro balcón, el de mis padres, donde lo estaba esperando su amor libre y se dormía junto a él, lleno de paz. Para nosotros siempre fue lo más normal del mundo.
Y en la noche, llegaba Eduardo, ansioso por encontrar su desamor; se iba mi perro para retozar con el suyo y entraba el Pancho sigiloso a mi pieza para hablarme de Neptuno. Despertaba luego el Chascón desesperado, hablábamos del Universo sin parar y el Camilo dormía a mis pies. Cuando Eduardo se iba, entraba el Chascón a la pieza, aullaba triste por el amor de mi perro desde su balcón, y desaparecía de pronto el Pancho, para ir besar a la Sonia Ana María, que estaba embarazada.
Como a la una, mis padres despedían, hasta la noche siguiente, a los amantes que vivían a tres cuadras, y se iban caminando.
A la mañana siguiente, el chascón resbaló desde el balcón y se reventó la cabeza contra el pavimento. Mi perro y yo lo vimos sangrar por los ojos y sufrir la agonía y el desconsuelo de la muerte. El aguatero dijo que había que arrojarlo al mar atado a una piedra, por maricón. Y así lo hice.
Yo vi que logró salir del saco, pero no pudo derrotar a las olas.