30 de octubre de 2007

CCXLI.- Y comed todas de él


Yo supiera borrar la imprudente manía
de lleváterlo culpable a la boca
de postrarte callada, desnuda ante mí,
cual izcariota arrepentida por la casa.

Pero las ostias son amigas de Dios:
van imposibles, extraviadas en el aire
que te alimenta hermana mía de verdad,
y se lo lleva el huracán en una taza.

Donde nadie lo notaba, sigilosas,
las arañas te llamaron y gritando,
comiendo se llenaban en la mesa de dolor:
tú, de lechugas, sin saciarte jamás.

Es amargo el felón, espejo mudo y borroso,
que de niña tras de ti va corriendo
que te sigue donde quiera que vayas
y tu madre no te ha visto llorar.

29 de octubre de 2007

CCXL.- Que no se me quite nunca


Ya no voy teniendo sin ninguna nada prisa
barba que de estética primero lo mejor.
Siento privilegio coincidencia fui creciendo
y hétenos aquí, tenaz al viento roedor.

Mal hebrón que le ha curado toda su existencia,
rompe en furia noria peligrosa y marcopol.
Quiere que se entienda recomienda y todo casi
viene a la memoria la palabra sin honor.

Yó no quiero que mi niño pálomino pierda
ni que prenda su tortuosa libre capilar,
porque basta con que diga lo que la cabeza
duerme piano cuerpo su cuaderno di mayor.

Ha llegado el día en que política no mansa:
tripa que concita multitudes en el plan,
tal que como cansa ni la danza maraville,
brilla que construye su ingeniosa terminé.

25 de octubre de 2007

CCXXXIX.- Trinolvidable


Una química pasión desobediente,
la de curiosa algarabía ritual,
bruscamente ha pronunciado mi nombre
y desnuda se ha hecho de mí.

Es mi fábula bonita que conviene
como el arte gratamente admirar,
y da al mensaje intempestivo buscando,
que no tiene ni rencor, profundidad.

Primigenia militante de mi boca,
melodía que ganosa y natural
llena parte de mi tonta penita
con canarios que me invitan a vivir.

24 de octubre de 2007

CCXXXVIII.- Ñoño



Porque duermes rendida en el oro
y en la plata que sueñas de mí,
yo me lleno de clavos y lloro
cada noche, desnudo por ti.

Vivo alerta, cautivo y palomo
esperando impaciente mi pan
y hago intensas flexiones amando
pero nada consigo al final

Ya no fui definitivamente tuyo.
Fui taxista vivaracho y fui clavel,
fui tu silla plateada de ruedas
y otras varias tonterías, pero no.

Me quedaba vacío en la pieza
despidiendo ese extraño calor,
tremebundo caballo de fuerza,
de viril huracanado y tú, lirón.

17 de octubre de 2007

CCXXXVII.- No puede haber nadie en este mundo más feliz



Yo tuve cuando niño un perro homosexual. Aunque no sé cómo se llaman los perros que se sienten atraídos por los machos de su especie. Era un kiltro castaño y enano, lleno de furia y muy vividor. El aguatero lo drogó con una albóndiga envenenada a comienzos del 85. Era un perro excelente. Cuando llegó a la casa, yo tenía 11 años y juraba ser el Hombre Increíble. Andaba por las calles escondiéndome del Señor Mac Gee, ocultando mi nombre y buscando la fórmula para controlar al horrible mounstro que llevaba dentro. Yo era el regalón de Eduardo, mi tío, sobre quien quiero contar una breve historia..
Eduardo es el hermano mayor de mi madre y el único varón. A fines de diciembre del 75, se había casado con una hermosa Iquiqueña diez años menor que él, llamada Sonia Ana María. La vida siempre le dio la espalda a mi desafortunado tío. Podría decirse que, aun antes de nacer, hubo fuertes impulsos negativos incitados contra él por su destino. No todo le salía mal, pero nunca a nadie le importó aquello que le resultaba, salvo a su amigo del alma, Jorge Ortiz.
Tenía Eduardo, por ejemplo, un hermoso cuaderno en el que había anotado el resultado de todos los partidos de fútbol profesional jugados durante los últimos 250 fines de semana. Había, además, grabado, registrado, compilado y guardado en rigurosa colección numerada más de tres mil temas de música popular contemporánea, que sólo él oía. Si perdía un juego, reventaba en furiosos trances desesperados y arrojaba el dominó por los suelos, se encerraba en su pieza y nunca más volvía. Para nosotros era lo más normal del mundo.
Hasta que se separó, me quedé en su casa para ver Hulk, todos los martes por la noche, haciéndome el dormido, en plena madrugada, y sentía cómo Eduardo despertaba, a veces, para orinar dentro de una botella de Fanta. La Sonia nos daba la espalda, indiferente. Era cariñosa conmigo, y no le importaba mucho mi presencia en la cama. Pude haberme quedado la semana completa si hubiese querido, pero siempre encontraba algo más divertido o quizá simplemente me aburría de todo. Era lo normal.
Para sus cumpleaños, Eduardo le compraba a su mujer discos nuevos de vinilo que a ella no le interesaban en lo absoluto. Los colocaba luego, inopinadamente, en su discoteca, entre otros supuestos regalos musicales para la Sonia Ana María: Barry White el 78, Earth, Wind and Fire el 79, Village People el 80, Ten Year After el 81. Puras reliquias. Puros clásicos. Para nosotros era lo más normal del mundo.
Eduardo debe haber asistido, sin excepción, a todos los compromisos que, en Cavancha, cumplieron los Dragones Celestes durante la primera mitad de los 80. Siempre refunfuñando como irascible espectador e insultante crítico del desempeño referil, se instalaba en la galería Sur de aquel hermoso hipódromo construido en la época de oro, frente al mar, y convertido después en estadio de fútbol. A varios de esos encuentros lo acompañamos nosotros.
Cierta noche, en su auto nuevo, volviendo acaso de un empate sin goles con Trasandino o de alguna estrepitosa derrota propinada por Everton de Viña del Mar, exactamente en la intersección de Genaro Gallo con Pedro Prado, en Playa Brava, pasadas las once, un motociclista pasó con roja y lo impactó de lleno en la puerta del copiloto, elevose luego sobre la carrocería y concluyó su periplo muriendo más allá de la bocacalle.

Ni él, ni el Wolswagen rojo, ni su suerte superaron jamás tamaña colisión.

Para colmo, en septiembre del 83, un incendio destruyó el hogar común y la Sonia tuvo que volver a su casa familiar en la calle Thompson. Nunca supe exactamente qué provocó el siniestro, pero sí aquello que el siniestro provocó. Todo se consumió entre las llamas: los discos de vinilo y el matrimonio infeliz.
Fue entonces, cuando ya vivíamos en El Morro, que la Sonia y el Pancho, varios días a la semana, pasada la hora de las noticias, iban a esconderse a mi casa por las noches. A las 9 en punto, mi papá aparecía desde lejos, por Wilson, llevando un Advance en la mano, el Control de 35 y la Coca-Cola de litro en una bolsa. Pasadas las 10, llegaban ellos, nerviosos, apasionados, y a las 11, el sonido inconfundible del Wolswagen rojo daba comienzo a la separación transitoria de los enamorados: farsa infortunada que duraba dos siglos para ella y dos segundos para mí. Todo se iniciaba y terminaba cuando se abría la puerta. Apenas Eduardo llegaba, el Pancho se metía en nuestra pieza nocturna.
Yo sabía que íbamos a conversar sobre galaxias que parecen estrellas y planetas que parecen soles. Nunca dejé de hacerme el dormido, cuando todos dormían, y mirábamos por la ventana, a media noche, el inefable cielo nocturno de Tarapacá. "Cuando la luz de ese sol en viaje partió hacia nosotros -susurraba-, la tierra aun no existía", y me dejaba pensando.

¡Qué maldito tiempo es aquel que tiene dos lugares! ¡Y qué breve escondite insensato despertó todo aquello que vive en mi mente hoy! Oscuro desplegó sus estrellas a través del ventanal, un vértigo de sombras y la desmesurada alfombra de campanas por donde surcaba felino mi pensamiento infantil, creyendo Eduardo que ella aun lo amaba, que estaba sola y que dormíamos todos en mi pieza. Fue por esa época que mi perro salió del closet y se enamoró del Chascón.
Eduardo permanecía en mi casa un par de horas, alrededor de la mesa, con mis padres y su mujer, que simulaba y reía.. Cuando el Wolswagen desaparecía tras los edificios, la velada cósmica terminaba para mí y comenzaba de verdad para mis padres su cómica labor de alcahuetes.
No sé qué misterioso designio llevó a mis padres a ocultarle como adolescentes aquella misteriosa pasión encandilada y llena de arena, que tanto daño le hizo al final. Yo pensaba que ese amor debía ser de verdad; veía que el humo del cigarro se acercaba y seguía la línea de sus labios, en medio de la noche, y que el hielo del licor, donde quiera que estuviesen, se disipaba y se derretía, cuando él se emborrachaba en soledad.
Ahora quiero encandilarme de nuevo y ser el niño extraviado bajo el dulce rostro quieto y difunto de las estrellas pálidas: esperar el momento en que llegaba Eduardo en su auto rojo y pensar en el Cosmos, durante aquellos días terribles en que su mujer se enamoró del Pancho.
Vivieron juntos dos veranos quizá, los más hermosos de mi niñez, mientras los perros retozaban en el balcón. El año 84 pudo haber sido el más feliz de todos los tiempos, pero una mañana todo terminó.

Era obvio que el Chascón hacía el papel del macho en la pareja y que celaba a mi perro todas las tardes. Entraba a nuestro departamento del cuarto piso y se metía en el balcón del comedor, cruzaba una delgada bloqueta de cemento que lo unía con el otro balcón, el de mis padres, donde lo estaba esperando su amor libre y se dormía junto a él, lleno de paz. Para nosotros siempre fue lo más normal del mundo.
Y en la noche, llegaba Eduardo, ansioso por encontrar su desamor; se iba mi perro para retozar con el suyo y entraba el Pancho sigiloso a mi pieza para hablarme de Neptuno. Despertaba luego el Chascón desesperado, hablábamos del Universo sin parar y el Camilo dormía a mis pies. Cuando Eduardo se iba, entraba el Chascón a la pieza, aullaba triste por el amor de mi perro desde su balcón, y desaparecía de pronto el Pancho, para ir besar a la Sonia Ana María, que estaba embarazada.

Como a la una, mis padres despedían, hasta la noche siguiente, a los amantes que vivían a tres cuadras, y se iban caminando.
A la mañana siguiente, el chascón resbaló desde el balcón y se reventó la cabeza contra el pavimento. Mi perro y yo lo vimos sangrar por los ojos y sufrir la agonía y el desconsuelo de la muerte. El aguatero dijo que había que arrojarlo al mar atado a una piedra, por maricón. Y así lo hice.

Yo vi que logró salir del saco, pero no pudo derrotar a las olas.

10 de octubre de 2007

CCXXXVI.- Persevera


Hija de bandera diminuta y compañera,
mi canción abandonada y desmedida al final
es por todas las mujeres que se unieron a tu fuego
en el mar de las cenizas que de noche te abrigó.

Luna y candelaria que, escondida de pronto,
va llenando mi pasillo en puntitas de pie
y en la sala de las furias nos llamaba llorando
tu destino mar siniestro y su fermento de Mujer.

Y es que nunca eternamente dejaremos que ese sueño
viva sin pertenecernos por entero y sin saber
qué había dentro de la cándida sorpresa luminosa
que guardabas solitaria por tu padre y con él.

Amiga de las aves que reposan calladas,
no te duermas todavía, porque hay mucho que hacer,
porque nadie ni yo mismo sin el agua de tu boca
viviría maldiciendo lo que ha muerto por ti.

5 de octubre de 2007

CCXXXV.- Oda al Jueves


Almizcle furibundo y mal dotado
de las fértiles destrezas matinales
y de todo lo mejor que hay en aquellas
cosas ya perdidas y olvidadas.

Cómo vuela la canción de las personas,
de esas buenas y sencillas que se dan
cuan de pie y a la distancia de sus ojos,
van brillando y son profundamente mar.

Y hasta huelen ese piélago imposible,
pues lo saben de sargazos desnudos,
y el coral acontecido y más profundo
es terrible magisterio y rubicundo pilar.

La noticia cariñosa es que las lilas
ya se han ido de la mano como nubes
a divertir, la bailarina y la blanca,
para alcanzar la luna nueva por fin.

CCXXXIV.- Todo ocurre cuando no me pertenezco



Te pareces a mi fértil candorosa primavera
y a la tímida silente y estimúlica visión:
glamorosa fantasía que fue vino y compañera,
melodía sinfonía y camaleón caparazón.

Permanente pesadilla de rosadas habitudes,
de limones y de sexo que no sangra jamás.
Yo no quiero por ahora mentiroso proscribirte
ni tampoco claramente todavía despertar.

Allá encima de la mesa, en una pieza vacía,
la tortilla y el habano que se apaga pertinaz,
tu poder y las maletas olvidadas en el patio,

y en la extensa carretera del cometa y el placer,
va tu nombre que se esconde, prodigioso minotauro:
yo descubro que no has sido indiferente para mí.

CCXXXIII.- Milka Flánega



Llegan especimenes y moscas o primates
de cada sitio claro en que lamiéndose me van,
violentos, compungidos, escondiéndose de nadie,
ecuánimes avaros son los raros del café.

Palpitan cada mística quimérica ridículo
novena pesadumbre con la cara de mujer
y consiguen que mi espíritu se vaya de tan lejos
o vuelva de improviso con el rostro a calcular.

Todo contenía un orbe inmenso imperturbable
mirando y deseando y pidiéndome tener:
camina todavía sobre el agua de su ropa
la desnuda casi bélgica delante de mí.

Llenándose de insignes ominosos tormentos,
la vida fantasía fue imprudente mal tarot
y amando permanentemente el óxido y la nata
un día simplemente nos ha dicho adiós.

1 de octubre de 2007

CCXXXI.- Pura Boca



El inmenso intestino metrópoli yo,
en el pueblo asesino y minero de mí
se ha instalado en un ámbito negro,
entre diente, saliva, picota y candil.

Habituado a su químico zángano
de polluelos y ciegos y gente comer,
castigándome, cuídome y sangro
en mi modo de ser y placer.

Su herrumbre perpetua me quema,
de pesada a posada y cansado roer:
va marcando en mi boca su emblema

de tiempo, convento y lamento de ayer,
que socava su nido y mi vida de pena
en la boca que canta dormida, mujer.

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