En mitad de la noche
-ya era tarde para llamarla-,
desperté creyendo que todo era un sueño,
que nada había de cierto en nuestro mundo hermoso,
que si hurgaba lo necesario encontraría finalmente
a la noche vacía de luciérnagas
y un amanecer de espanto.
Comencé, de tal modo, a averiguar,
en el camino de mis recuerdos recientes,
qué parte del sublime vértigo que creí ficticio
era indudablemente cierto,
qué fragancia vuela todavía y se siente,
cuál de los suspiros que invisibles me inundaron,
todavía permanece en primordial consumación alegre,
para desde allí, a partir esa chispa,
de la mínima candelilla del amor real salir,
iluminándome orgulloso y con fe,
tan satisfecho de mi tierno hallazgo,
de esa material seguridad que da la ciencia
a los que quieren confiar, amar y creer,
pero no pueden porque un abismo se ha extendido
siniestro frente a todo lo que quieren emprender.
Pero a medio andar ya descubrí que erraba,
que si nada buscaba, nada encontraría,
que era preciso creer para hallar,
pedir para obtener y sentir para ser.
Y entonces se encendieron las luces,
brotaron los capullos verdes
y elevó sinuoso canto el niño solo que dormía:
¡Al mocoso le brillaban los ojos!
¿No le ocurre a veces Palomita lo mismo,
en mitad de la noche -ya tarde-,
que se desvela prematura sin saber,
que el amor ilimitado le parece indigno,
que nada tiene mucho sentido,
y se levanta a meditar desnuda,
a esperar que un nuevo sol de madrugada le aliente?
Yo quiero decirte que creo en ti.
El Diablo mete la cola, pero cada vez que lo hace
tomo el machete de mi vuelo sinforoso
y la cerceno cual si fuese un buey,
y el conjunto de las cosas “reales”,
que han venido hasta mi cama a gritarme
que no crea en lo que no se ve,
y me entregue a la sombría presencia
de la fauna y la certeza y la hiel,
se desvanece y ya no existe más.
Yo creo en ti, Palomita.
Yo simplemente creo en ti.
-ya era tarde para llamarla-,
desperté creyendo que todo era un sueño,
que nada había de cierto en nuestro mundo hermoso,
que si hurgaba lo necesario encontraría finalmente
a la noche vacía de luciérnagas
y un amanecer de espanto.
Comencé, de tal modo, a averiguar,
en el camino de mis recuerdos recientes,
qué parte del sublime vértigo que creí ficticio
era indudablemente cierto,
qué fragancia vuela todavía y se siente,
cuál de los suspiros que invisibles me inundaron,
todavía permanece en primordial consumación alegre,
para desde allí, a partir esa chispa,
de la mínima candelilla del amor real salir,
iluminándome orgulloso y con fe,
tan satisfecho de mi tierno hallazgo,
de esa material seguridad que da la ciencia
a los que quieren confiar, amar y creer,
pero no pueden porque un abismo se ha extendido
siniestro frente a todo lo que quieren emprender.
Pero a medio andar ya descubrí que erraba,
que si nada buscaba, nada encontraría,
que era preciso creer para hallar,
pedir para obtener y sentir para ser.
Y entonces se encendieron las luces,
brotaron los capullos verdes
y elevó sinuoso canto el niño solo que dormía:
¡Al mocoso le brillaban los ojos!
¿No le ocurre a veces Palomita lo mismo,
en mitad de la noche -ya tarde-,
que se desvela prematura sin saber,
que el amor ilimitado le parece indigno,
que nada tiene mucho sentido,
y se levanta a meditar desnuda,
a esperar que un nuevo sol de madrugada le aliente?
Yo quiero decirte que creo en ti.
El Diablo mete la cola, pero cada vez que lo hace
tomo el machete de mi vuelo sinforoso
y la cerceno cual si fuese un buey,
y el conjunto de las cosas “reales”,
que han venido hasta mi cama a gritarme
que no crea en lo que no se ve,
y me entregue a la sombría presencia
de la fauna y la certeza y la hiel,
se desvanece y ya no existe más.
Yo creo en ti, Palomita.
Yo simplemente creo en ti.