¿Por qué le impides obstinado brillar
con esas negras túnicas de cojo
a la viva y candorosa luz eterna,
cuando cierras frente al mar los ojos?
No puedes ver la solución de los
problemas
porque parecen justamente existir
allí en el sitio donde no los ves,
detrás del tiempo que has perdido
olvidándolos.
Llevas huyendo demasiados años
de aquella amarga insensata uniformidad,
esa que nubla y arropa a los tacaños
con los que debes cada tarde trabajar.
Vas a la escuela todo el día por primera
vez,
y todavía estás pensando en lo mismo.
Así como se visten, piensan.
Del modo en que te miran, son.
Y pudiste haber sido un gran profesor,
un cantautor, un pensador, un poeta,
para instalar en los demás la primavera
y a la crisálida genuina en sus metas.
En cambio, has sido para siempre
condenado
a deambular de oficina en oficina,
desnudo allí como escondido vagando
porque no logras habituarte a mentir.
En la mitad del fin del ancho mundoler
hay un eterno pajarito nuevo
al que ya nadie, casi nadie realmente
conoce,
ni alcanzará jamás siquiera a conocer.
Una espesa tristeza cada lunes
se ha apoderado enteramente de ti.
Inevitablemente ahora te consume,
porque tienes prohibido sentir.
Vas a vivir durante largos años
atándote al cuello ese trapo pintado,
con el único afán de lucir sus colores
frente a aquella interminable piara.
Estar rodeado de haraganes hipócritas
a los que ignoras para ser feliz,
para pasar inadvertido creyendo
que ni siquiera se fijaban en ti.
Ya no te fías plenamente de nadie,
porque ya no le perteneces a este mundo.
¡Porque ahora quieres entregarte a la
dicha!
¡Quieres por fin de nuevo ver la luz!