Libra un aire nuevo
de ingeniosa y basta luz,
vida fértil agitándose
en el goce primordial
de personas, brillando
y va creciendo: respirar
esa terca fuerza ingente
de estridente eternidad.
Prodigioso navegante
que me habita como pan,
somñoliento caminando
y preguntándose por mí:
qué habrá sido de la prisa
que era jubilo y pregón,
repentinamente ciego,
se hizo fuego y me murió.
No hay rosada hecatombe mayor
que el anhelo de lo más íntimamente:
la liviana amargura de esperar
y el deber de complacer a la nada.
Abrirse paso entre la nieve del vacío
y contemplar el oro basto de la noche:
sus pisadas no me dejan dudar,
pero nunca estoy seguro de su prisa.
Nunca manifiesta su patíbulo color
y se destruye, me acongoja y reclama
este sitio entre mis ojos cada verano,
todo el otoño y a veces florece.