Cerca -donde vivo- está la Piúrita Flor.
La que no encuentra ni en el mapa su peñasco atolón.
Un rocoso y fulgurante prematuro desierto,
donde a veces se ha lanzado la plomada y el arpón,
la carnada o el cebo, y no pudo nadie nunca jamás,
ninguno ni atrapar lo que no puya nada,
porque el necio vino tuerto no ha querido atender
la caricia nutritiva del mar.
Argentino profundo y rutilante corredor resplandeciente,
acantilado impenetrable y precoz,
anticipado, peligroso y radiante,
tan callado bajo un halito constante y cegador:
lleno del rumor persistente
del mar recóndito de rocas y mareas.
Deslumbrante y luminoso,
como un sirte encariñado demasiado a la calle,
ya no pudo frenar ni nuestro paso rumor
y era inútil no animarnos a su grito obedecer,
porque mirarnos a los ojos y en seguida arrojarnos
sobre aquello que la orilla ha separado del mar
fresco titilante y lozano,
para ser por una hora los mismos
que nunca fuimos:
el torrente nos llamaba otra vez.
Obsceno, indecoroso, penetrante y bajamos,
mirando todavía nuestros ojos,
encaramados a la orilla y la costumbre
de nuestras manos,
afirmados al húmedo lienzo
de la escarpa tersa y azul
que se formó hace milenios, el oleaje
y con las piernas arrimadas en la roca,
los dos;
el arrecife sosteniéndonos la cruz,
como ladrones, azarados y suspensos.
Ahora el mar renuncia a su porfía milenaria:
marejada que repliega su voz
y la mudez en la tregua del aire,
diáfano y diverso letargo,
como el fondo del mar ante nosotros;
cristalino, aciago, múltiple y desnudo,
transparente irreductible coral.
Pejesapos que triscan su miseria aplastante,
lengüetazos encendidos e impotentes,
el chillido profundo y callado,
lejano madrugada secreto;
frío, como ruido inexorable,
que sordo indiferente sólo ellos advierten,
sin corrientes, sin fluido, sin agua.
Envenenados, amargados y agrios.
El bargueño que buscamos continúa allí,
semitapado justo verde donde lo planeamos,
bajo un velo de conchuela y arenas.
-¡Hay que abrirlo!
Estamos entregados y bajamos
hasta el hondo aguarrevienta del barranco.
Que descubrir y abrir el cofre no costó,
porque alguien lo ha dejado libre
y, tras la cúpula cubierta de algas,
no había más que hierba horizontal.
Uno tras otro, mil vegueros de oro.
Trozos de blanco pan.
Añicos y bodigo alucinante.
Cielo panecillo y corruscos.
El regojo abandonado por un ángel,
donde trozos de libreta fulgurante
era chusco alucinógeno y nuestro;
hogaza y espejismo brutal,
narcótico aplastante y sombra
de cuscurros imprudentes bajo el agua:
mimoso narcótico marino.
Era el mar.
Cientos de besos nos cubrieron la cara.
Arrumacos entre el agua y el sol.
Gemidos que el viento calló.
Ternura frugal que aquieta y canta.
Somos ángeles y sargazo de coral.
-¡Metamos en la bolsa todo!-
Más dejamos uno solo, por amor.
Cerramos el cofre al futuro,
y justo antes de alcanzar la pared de rocas,
una ola nos cubrió el baúl.
Había que subir en todo caso,
porque alguien nos seguía como nube oscura.
La luz y la sirena nos redujo a la mitad
y oscurecía,
porque nunca hay que confiar en la pasión.
Era un cancerbero que estaba sobre aviso
y nos miraba sonriendo sin mirar.
-¡Que haremos, soledad, qué haremos!
¡Buscaremos la manera de salir!
¡En cada mano, un pejesapo, en cada mano!
Pero saltaban, como larga pesadilla
y el bedel nos tenía a su merced.
Cientos de canijos relucientes
nos saltaban a la cara a cada cual.
Había que agarrarlos por el lomo y subir,
como moscas, perezosos, yo no sé.
Dos mendigos que se iban de la playa y solos,
tienen hechas las dos manos de café
o de copas y ventosas, caminando,
con los brazos, sin saber a donde ir ni parar.
Arrimados, llegamos a la calle.
Escondido, como náufrago, salí.
Era la bolsa o la vida y nadie,
nada nos alcanzó.
Ahora vimos el cielo en las estrellas:
es un beso el que nos vio nacer.
Amargo humo que enrojece los ojos
y cubre de naranja la costumbre de nuestras manos.