Me
figuro que el azar también oculta
de
algún modo una rara voluntad,
un
sentido que no percibimos
cuando
vemos ciertas cosas raras
sin
poderlas ni quererlas predecir.
Algo que no es un albur,
sino un enigma demasiado
veloz
para ser una mañana descifrado.
Cuando
no fue posible predecir
alegremente
determinados fenómenos,
se dijo
que era Dios el que estaba
detrás
de la terca incertidumbre.
El
tiempo ha pasado
y la
causalidad le ha ido
quitando
terreno a la casualidad.
¿Existe
un modelo matemático
para
saber qué cara del dado
habrá
quedar mirando al cielo?
¿Y otro
para dibujar la fisonomía
futura
de los fractales?
Si
aún no, pronto habrá uno.
Detrás
de todo ahínco,
hay un
Genio Fibonacci
potente
digital universal,
empujando
sin detenerse
al
azar que se aleja de espaldas
para caer
en aquel abismo
donde
se había desplomado
nuestro
viejo Dios que ha muerto.
Y
aquello que no obedece
ni
responde al parecer a nada,
se
vuelve asunto nuestro
al
arroparlo en la razón.
Si
hubo un motivo y una causa
en
aquello que hace siglos relegábamos
al
acertijo de una voluntad misteriosa,
¿por
qué no creer entonces
en el
conocimiento cual helecho
desplegándose
todos los días,
infatigablemente;
y llenar
nuestro saber de certezas
con
el lento paso del tiempo
y el
avance del conocimiento?
El
azar es el sinsentido de la ignorancia.
¿Por
qué pretendemos hallar
una
voluntad, una persona
detrás
de la causalidad?
¿Es
que acaso saber que la sucesión
de
los hechos obedece a serie previsible
de
modos reiterados de acontecer,
quiere
decir que necesariamente
son
digitados por una conciencia
deliberada
desde hace mucho?
Acaso
sea posible dar con el origen
y el
destino del Espíritu,
cavando
una fosa en la entraña
del
pasado o vislumbrando en el infinito
la
amalgama probable del mañana.
Sabemos
tan poco,
que
decir no es posible es imposible
o al
menos improcedente,
porque
todo puede ocurrir.
Azar llamamos
a eso.
Yo
digo que rendirse al azar
es entregarse
el desconocimiento
y que
saber la causa es promover
la
existencia de una conciencia
mayor
que la individual.
No
imponer tajantemente su existencia
en el
discurso, pero sí quererla,
desearla
para abrigar la esperanza
de
algún día dar con el origen
de un
sentido personal y genuino.
La
velocidad del enigma es incuantificable.
Miramos
al cielo de la noche y fijamos
la
mirada en la titilante luz de una estrella:
la
vemos fija, invariable y decimos
qué hermosa y brillante.
Pero
en el minuto que nos toma decirlo,
pasaron
inexorablemente millones,
allí donde
la luz se origina.
Es
inevitable que la intrépida energía
deba
atravesar el cedazo del tiempo,
de la
distancia inconmensurable
y de
nuestra mente que quiere volar.
Renacen,
crecen, se multiplican,
mueren
y resucitan seres lejanos,
planetas
desconocidos,
cambiante
energía y vida en abundancia,
durante
los eones que viajan
dentro
de un respiro.
Somos
y vemos remedos de luz.
¿Cómo
entonces, pretendemos
que
no hay un propósito escondido,
si la
mayor parte del Ser
se
nos escapa inevitablemente?
Lo
mismo vale para el minúsculo
pentagrama
de lo más pequeño,
sitio
donde jamás sabremos
qué
ocurre sin tener que zambullirnos
en el
todo para cambiarlo todo.
Tanto
lo lejano como lo diminuto
es y
no es simultáneamente:
el
instante en que decimos soy,
es la
nada para el que nos mira
a
nuestro lado, y desde otra galaxia.
La
persona a quien llamamos afortunada
cree
con toda su alma que merece lo que vive.
Constatar
eso es reconocer una tercera mirada,
la
que dice inmenso y a la vez lejano,
microscópico
telescopio al interior del cielo.
Podemos
decirlo, pero no vivirlo.
Quien
posee esa mirada de diamante
existe
al menos como ese espíritu
que
suponemos vivir
para
pensar sin contradecirnos.
Suponer
su presencia es el paso siguiente.
Decir
dónde está el enigma
que
queremos y acaso podemos
develar, antes de morir.