Era yo.
Siempre supe que había sido yo, apenas me llamaron.
Cerca de la playa, en el subterráneo de un hotel junto a la playa, acaso en Viña del Mar o Concepción, habíase reunido un inmenso tropel de gente demasiado curiosa.
No sé por qué razón me necesitaban para el rescate de unos pescadores que habían sido arrojados durante la noche entre los roqueríos. Como investigador de turno, debía ir hasta allá para cubrir el operativo.
Pero tenía un drama: hacía varios años había dado muerte a un hombre y una mujer en ese mismo lugar. Como un psicópata, los había descuartizado y cubierto con papel celofán, y hecho marcas y dejado huellas en la piel de cada uno. Los había dejado enterrados allí y nadie nunca lo supo. La mujer había sido mi cómplice en una clase de estafa, una rara estafa. Habíamos, entre los dos, engañado al registro civil y dádola por muerta para cobrar no sé qué seguro o pensión o herencia.
El otro tipo era simplemente un transeúnte, un pobre imbécil que quiso defender a la mujer. El caso es que los maté a los dos y los dejé enterrados en sórdidas condiciones.
Yo sabía que si la policía o los bomberos se ponían a buscar allí, hallarían seguramente los cadáveres. Estaba nervioso; con una paranoia horrible, porque siempre supe que había sido yo, apenas me llamaron.
Y era yo ahora el que debía dirigir las investigaciones. Había prensa, mucha gente, amigos, colegas, todo un espectáculo junto a la playa, bajo ese hermoso hotel.
Finalmente encontraron los dos cadáveres y, en la espalda de cada uno, pliegues de celofán con huellas dactilares.
“Don Pedro”, dijo el capitán de la policía. “Tenemos 76% de posibilidades de descifrar estas huellas”.
Yo sudaba mirando la pantalla, donde aparecían millones de rostros por segundo que gritaban en silencio su nombre de sorda pesadilla, durante la búsqueda del perfil que coincidiera con la huellas.
Estaba desesperado porque debía aparecer mi cara en cualquier momento, así que tomé mi abrigo, encendí el último Nanotek que me quedaba y me fui, en silencio, a caminar por la playa. "¡Don Pedro! ¡Don Pedro! ¡Aquí aparece un rostro!"
Pero desperté.